Cuando pienso en la fragilidad de la mente humana, en cómo un corazón joven puede romperse tan profundo que ya no encuentre salida, me invade una sensación de asombro y de urgencia. Quiero contarte dos historias, cercanas, para que entendamos juntos el dolor oculto de muchos adolescentes que caminan al borde del abismo.
Caso 1: la niña de 11 años
Lucía tiene once años. Sus padres se separan en medio de peleas y reproches. La casa, que debería ser un lugar seguro, se convierte en un campo de batalla. Ella queda en medio, sin entender del todo lo que pasa, pero sintiendo que tiene que tomar partido. Decide irse con su padre porque piensa que su madre es la culpable. Cree que hace lo correcto y asi también puede lastimar a su madre que es la causante de la situación.
En realidad lo que ocurre es que otra cosa se queda sin supervisión, sin contención, sin un adulto que realmente la mire. Su padre está ocupado en rehacer su vida, su madre también. Y Lucía empieza a apagarse. Se aísla. Pierde interés. Se encierra en sí misma. Nadie se da cuenta. Nadie pregunta más allá del “¿cómo estás?”. Y cuando responde “bien”, todos lo creen.
La depresión en un niño no siempre se ve como tristeza. A veces es silencio. A veces es un brillo en los ojos que desaparece poco a poco. A veces es la sensación de que no importa para nadie. En ese punto, muchos adolescentes empiezan a autolesionarse. Muchas veces para aliviar el dolor interno, para sentir algo cuando ya no sienten nada. El pasado lunes 22 de septiembre, Lucía tomó la decisión. Se hizo cincuenta cortes en cada brazo. Cincuenta marcas que gritaban lo que no podía decir en voz alta. Ese día la encontraron casi moribunda y ahí inicia otra realidad, el padre llama a la ambulancia, llegan los médicos, la estabilizan y la trasladan a un hospital. El protocolo es claro. Un intento de suicidio en un menor exige ingreso inmediato en un centro psiquiátrico. Y es entonces cuando la familia se enfrenta a un golpe aún más duro, durante al menos 30 días no podrán verla de manera libre. El contacto es muy limitado, controlado, porque lo que se busca es que el tratamiento avance y que la niña esté protegida. Es un mes en el que los padres solo tienen reproches, culpa y preguntas. Un mes en el que la prioridad ya no son ellos, sino salvar la vida de su hija.
Esto pasa más de lo que imaginamos. En España, las hospitalizaciones por depresión en adolescentes han aumentado más de un 1.200 % en 20 años. Y las autolesiones están presentes en miles de casos cada año. No son números. Son niñas como Lucía. Niños que callan.
Caso 2: el joven de 18 años
Ahora te presento a “Diego”, de dieciocho años. Su mejor amigo murió en un accidente de moto el mes pasado, iba por la M6 y se lo llevó un coche en la noche a alta velocidad, duro unos 23 días hasta que entro en coma profundo y murió . Fue un golpe brutal, el vacío quedó tatuado en su pecho. En casa no lo entienden, sus padres están enfrascados en una pelea constante, discos rotos de reproches y silencios. Nadie le pregunta cómo está. Nadie lo sostiene cuando pareciera que todo se derrumba. En la universidad, lejos de los amigos de toda la vida, en un entorno nuevo, sin el grupo que lo conocía, Diego se siente invisible. Los días amplían su tristeza, las noches le regalan pensamientos oscuros. La depresión lo consume. No lo veas como debilidad: es una herida en el cerebro. Los estudios indican que entre los jóvenes menores de 29 años, hasta un 22,2 % puede presentar niveles graves de depresión, angustia o estrés.
En España, en 2024 se registraron 76 suicidios entre adolescentes de 15 a 19 años, un aumento del 20 % respecto al año anterior.
Mientras el mundo adulto observa el reloj, ellos viven el dolor con urgencia. Y muchas veces no tienen palabras para pedir ayuda. La ideación suicida de pensamientos persistentes de querer morir o autolesionarse puede comenzar de forma silenciosa, pasiva, y transformarse rápidamente en planes activamente peligrosos.
Estas dos historias nos convocan como adultos, como padres, educadores, hermanos, vecinos. Los adolescentes son espejos de lo que hacemos y decimos. Las decisiones que tomamos una pelea delante de ellos, un silencio prolongado, una carga emocional no resuelta atraviesan sus mentes en noches de insomnio. Cuando un joven pasa del ambiente conocido de su ciudad al cosmos impersonal de la universidad, deja atrás redes de contención: amistades de años, rostros que lo miraban, rutina emocional establecida. Esa transición puede desencadenar crisis.
Los datos nos alertan, entre los adolescentes, un 5 % presenta depresión en cada etapa, según un estudio reciente.
El malestar emocional entre jóvenes de 11 a 18 años se sitúa en el 38,5 % en España, con un impacto mucho mayor entre chicas.
Y el suicidio se ha convertido en la primera causa de muerte por causas externas entre jóvenes de 12 a 29 años.
Pero no estamos condenados. Podemos hablar, escuchar, acompañar sin juzgar. Podemos aprender las señales, el silencio prolongado, el aislamiento, la irritabilidad extrema, las heridas físicas, las frases que presagian despedida. Podemos establecer espacios seguros donde un adolescente pueda decir “no sé más” y ser recibido con brazos y palabras. Podemos pedir ayuda profesional a tiempo.
La mente humana es frágil, pero no inerme. Con empatía y presencia, podemos construir puentes a veces diminutos hacia la esperanza. Ese puente puede ser la diferencia entre la vida y la muerte.